miércoles, 1 de julio de 2015

¿Por qué es necesaria la educación sexual para los hijos?

 Por Alan Stevez Angien*
Imaginemos un mundo en el cual todos sus habitantes tuvieran a la mano cierta facultad que, además de proporcionarles placer y esparcimiento, también les confiera un poder supremo y hermoso; el concebir la vida de otros seres. Pensemos que, a partir de cierta edad cada vez más temprana, los individuos de este mundo fueran impedidos por los medios de comunicación de su sociedad a experimentar y a arriesgarse, empleando este fabuloso don sin precaución, conocimiento o educación previa y, además, se les confundiera con imágenes falsas y distorsionadas acerca del valor del empleo de dicho poder. Añadámosle a dicho planeta una sobrepoblación creciente, crisis económica, hambre, violencia y una disminución cada vez más crítica de oportunidades para el desarrollo del individuo. Esta situación no es remota, habla de la realidad que cotidianamente vivimos y responde inmediatamente a la pregunta ¿Por qué es necesaria la educación sexual para los hijos?
La educación sexual puede dividirse en cuatro partes. La primera va orientada hacia la enseñanza de las funciones biológicas, la segunda va dirigida a instruir acerca del ejercicio responsable de la sexualidad, los métodos de anticoncepción y las medidas precautorias para evitar enfermedades de transmisión sexual, las otras dos son más ignoradas: La enfocada  hacia la metodología erótica, y la cuarta, quizás aún inexistente, que habla de las reacciones emocionales y psicológicas del amor en hombres y mujeres. Aparentemente, las primeras reflejan la importancia que reviste su difusión, haciendo que las últimas parezcan superfluas y haga suponer que se encuentra incluida en las dos antecedentes, pero no es así. Esta es una omisión muy sensible en el plano de la educación elemental, así como en los de la educación de cualquier otro nivel.
Pensando en nuestros hijos ¿Qué idea contradictoria debe quedar en sus mentes cuando se les enseñan las funciones fisiológicas y los cánones morales (ambos de una manera rígida e impersonal), mientras en sus cuerpos solo existe una vedad conocida: Que la manipulación genital otorga placer, sensaciones o ideas inespecíficas, vagas y, sin embargo, poderosas? Ante esta verdad tan sencilla como contundente, se levantan la rigidez de las normas, la conducta contradictoria del adulto y la sociedad, y un mundo de ilusiones vanas exacerbadas por los medios audiovisuales y la comercialización.
Fuera de repetir lo conveniente acerca de la enseñanza de la anatomía, la fisiología y la responsabilidad sexual, en este artículo nos centraremos en dilucidar acerca de la doctrina erótica y emocional que debemos brindar a nuestros hijos para que tengan una visión más completa y real de su propia sexualidad y la de sus semejantes.

Partamos de considerar que todo ser llega al mundo  en medio de una sociedad compleja sin poseer, en el punto de partida, las disciplinas indispensables para dirigirse y guiarse. Un recién nacido no comprende la lengua de su país; el gesto más sencillo, los pensamientos más humildes le resultan extraños.
La sociedad que recibe al recién nacido conoce sus necesidades biológicas primordiales y está preparada para satisfacerlas, ya que la estructura social está fundada sobre estas premisas. La civilización misma se hundiría si el hambre y la sed, la sexualidad y sus consecuencias, la búsqueda de calor; del abrigo y de la seguridad desaparecieran súbitamente. Las costumbres y los valores humanos tienen su principal forma de expresión en el comer y beber, las relaciones sexuales, la vida familiar, así como en las exigencias y cuidados que se dan al vestido, la habitación, y la seguridad.
En el niño, la noción de personalidad comienza gracias a los diversos comportamientos que acumula a lo largo de su aprendizaje, creando un ser biosocial, que vive en medio de otros individuos y en una civilización determinada. Su estructura biológica está constituida de tal manera que les es posible ejercer una actividad social que se encuentre en relación con las necesidades de los demás, lo mismo que con las propias.
En los recién nacidos, a pesar de la ausencia de una personalidad, existen diferenciaciones biológicas que son de gran importancia para fijar una parte de la conducta individual fundamental. El sexo es una, el color de la piel, de los cabellos, el factor biológico no solamente es el que crea las diferencias individuales. Lo que influye en gran medida es la reacción de los otros hacia uno. Su conducta, lo que era la norma, la ley de las preferencias, y los rechazos, y lo que forma en él, las esperanzas o las actitudes correspondientes.
Conforme crece el individuo, la distinción entre la madurez biológica y la madurez social tiene más peso. Si ambas son independientes, no son idénticas ni evolucionan siempre simultáneamente. Puede ser que una se realice más rápidamente que otra, sin embargo es la inmadurez social que plantea problemas  más arduos. Como ejemplo, podemos citar el periodo de “capricho”, que sucede entre los dos y cuatro años. En esta etapa, muchos niños ergotizantes y discutidores pasan por una fase de testarudez y de relación. Han adquirido una fuerza, una habilidad y un espíritu de empresa que no corresponden todavía a su experiencia y dominio frente a las convenciones sociales, o sea, lo que está permitido o lo que está prohibido. En esta época de su existencia los choques con el ambiente los rodea aumentan considerablemente.
Más tarde, durante la adolescencia y la juventud, el rápido cambio biológico sobrepasa la experiencia social y conduce a choques más serios aun, tanto en la familia como en el medio social más amplio. Debemos reconocer que las reglas sociales que el adolescente debe observar son singularmente variables e inestables y contienen contradicciones profundas o aparentes. Son en su mayor parte, poco compatibles como el crecimiento y la evolución física y, en muchos aspectos, están más conformes a la tradición y a la opinión de los adultos que a la psicología de los adolescentes. La armonía o el desorden del periodo crítico de la infancia y de la adolescencia dependen, por una parte, de las diferencias individuales respecto de la posición abierta al espíritu de empresa del niño y del adolescente y, por otra, de las diferencias individuales respecto del sentimiento de aceptación, de la solicitud y de la conciencia de las personas mayores responsables, así como de la tolerancia del medio social.
Por lo tanto, podemos considerar que hacen falta por lo menos veinte años para que el individuo aprenda como ha de conducirse para vivir con los otros, que están constituidos de la misma manera y que poseen las mismas necesidades fundamentales que él. Y cada uno de ellos reacciona de manera diferente y se constituye una experiencia estrictamente personal frente a los diversos acontecimientos que encontrará desde la infancia. Por lo tanto, es necesario que desde el principio se oriente al niño para que aprenda a procurarse satisfacciones a su manera y desarrolle una técnica que le sea propia con el fin de evitar los conflictos y las decepciones que la vida familiar y social le traerá inevitablemente.

En el momento del alumbramiento o parto, el organismo humano pasa por una revolución biológica tal que ningún acontecimiento de la existencia posterior puede igualarse a ella. Sin embargo, no son las fuertes presiones uterinas que lo expulsan, la resistencia de los tejidos que se  oponen, el esfuerzo muscular nuevo para conseguir oxígeno, la puesta en marcha de los mecanismos que regulan la temperatura de su cuerpo y la humedad de su piel, el acontecimiento nuevo más importante en el momento del nacimiento, así como tampoco lo son una lesión interna del cerebro o una hipotética angustia psíquica. Lo más importante para el organismo en la familiarización con una nueva dependencia: La dependencia de una buena voluntad y de la disponibilidad del otro. Ya las necesidades del recién nacido no son colmadas automáticamente a medida que se presentan por su propia actividad o de la madre. Este se ha vuelto una persona “aparte”, que bien puede satisfacer las necesidades en su existencia; la demora entre la necesidad y su cumplimiento trae consigo el deseo, la tensión, la inquietud y el dolor. La primera educación ha comenzado.
Cuanto más crece el niño en fuerza, sentido de observación y habilidad, tanto más su comportamiento estará sujeto a las reglas que gobiernan su vida de las personas mayores que lo rodean. Es introducido a un nuevo ritmo de las necesidades y satisfacciones, de calma y actividad, y las reglamentaciones por más elásticas o tolerantes que sean no estarán nunca conformes a las necesidades individuales del nene. Las lágrimas, la agitación, se volverán inútiles, mientras que al principio le procuraban, junto a la compañía materna, la leche y las palabras dulces.
Es necesario subrayar que el niño reciba en sus primeras lecciones de moral en relación con las comidas, el baño y el ejercicio de la limpieza, y no según principio abstractos. Aprende que aquellos actos que exige su madre, relacionado con situaciones determinadas, son calificados de “buenos”. En esas ocasiones, ella le da su aprobación y le muestra su amor o por lo menos lo libera de un apremio o de una especie de reclusión. El negarse a comer, la suciedad, el manipuleo de los genitales, el negarse a “cumplir su obligación” en el sanitario, todo esto es calificado de “malo”.
Los efectos de tales enseñanzas no desaparecerán jamás totalmente. Reaparecerán en los desórdenes de la conducta, en la neurosis y en la psicosis, donde se descubrirán innumerables confusiones entre la limpieza o aseo y la piedad, entre las funciones genitales o de evacuación y la conducta mala, entre la alimentación y el vicio sexual, etc. Para el especialista, este origen no tiene nada de misterioso. Reside en diversas exigencias que fueron impuestos al niño en nombre del bien y del mal, los cuales él extendió a otros dominios. Por lo tanto, los padres son los principales intérpretes de la sociedad en la cual vive. Ellos explican las reglas tal y como las entienden y él se adapta a ellas como puede. Aprenderá a reaccionar de cierta manera a situaciones definidas, después estas situaciones se generalizan en relación con otras similares o equivalentes. Su entorno no será únicamente social, sino también intensamente individual e íntimo.
Las recompensas y los castigos provienen directamente de una persona, nunca de un símbolo abstracto. De esta forma, se apropia también de una actitud de “anticipación” fundada sobre la experiencia de la repetición, del acto permitido que es aprobado y del acto prohibido que es castigado, aprendiendo así, a conocer el elemento básico de la “conciencia social” en provecho de su propia conducta. Más adelante, el gesto, la palabra o la manera de ser le bastarían para incitar al niño a una conducta determinada, ya que despiertan ese estado de tensión que llamamos temor o miedo. Por este medio, la estructura fundamental de la confianza, de la desconfianza, de la duda, del consuelo, del miedo, puede ser modelada de manera que se edifique una conducta semejante a la de los padres.
Esto último no siempre es premeditado ni intencional. Su objetivo puedo haber sido egoísta y referido a lo inmediato; por ello, en última instancia, han procurado reducir en lo posible el desagrado y la molestia causadas por el hijo, habituarlo a respetar su voluntad, o bien, a moldearla según su propia imagen, para su satisfacción personal, no la del hijo.
Comprobemos que la lactancia del niño exige la cooperación de dos personas. Esta es para el niño la primera ocasión de participar en la vida social activa, su primer encuentro con el contacto social primordial: La madre. El género y la intensidad de satisfacción que este contacto procura al niño determinan la calidad de este encuentro y de los siguientes, pues las reacciones que él aprenda a exteriorizar durante la lactancia, tendrán la tendencia a generalizarse más tarde cuando no sea la madre quien se ocupe exclusivamente de él. Por lo tanto, el comportamiento rutinario que el niño ha debido adoptar, lo volverá particularmente sensible hacia ciertas experiencias e insensible a otras.
Al considerar la sexualidad infantil no se piensa en las relaciones sexuales, ni en el orgasmo, sino en las fases preliminares que se manifiestan antes de la pubertad. Sin embargo, no es equivocado asociar los primeros impulsos sexuales a las básicas necesidades orgánicas del niño. Freud identificó el instinto sexual del infante en el deseo impulsivo que lo lanza a satisfacer sus necesidades elementales. Estas fases preliminares preceden con mucho a la época en que la sexualidad, para cumplirse, se refiere al acto sexual por sí mismo. El amamantamiento, por ejemplo, es para el niño algo más que el simple aplacamiento del hombre, encontrando en él, un placer que tratará pronto de renovar fuera de las horas de comida. Es un hecho sabido que el niño gusta de chuparse el índice o el pulgar y al hacerlo se desgaja de su medio, le sube el rubor a las mejillas y sus ojos reflejan “placer”. Esto hace, por así decirlo, independientemente de su medio, mientras lo hace se basta a sí mismo y no tiene necesidad de otro.
Las sensaciones placenteras del infante no están concentradas en las zonas genitales, como lo está el placer sexual en el adulto. Su disfrute se despierta ante todo por el tocamiento de los orificios corporales (boca, ano, orificios de los órganos sexuales) y de ciertas regiones cutáneas (piernas, hombros, axilas, nalgas, pies). En el curso de la evolución del bebé su atención es poco a poco atraída hacia los órganos sexuales, y ya en el niño de pecho puede observarse una auto estimulación que no va acompañada ni de pensamientos ni de evocaciones sexuales. El frotamiento de sus genitales despierta en él sensaciones agradables que constituyen una finalidad en sí y nada más. Las sensaciones de voluptuosidad del niño se concretan en su propia persona (autoerotismo); al contrario que la sexualidad del adulto, no conciernen a otro. Esa preocupación, el “yo”, es una base indispensable para preparar la otra preocupación que más tarde se concentrará en el “tú”.
Los padres rara vez comprenden las causas de tales comportamientos, porque no se acuerdan ya de esos acontecimientos en su propia infancia, ignorando que se trata de manifestaciones fundamentales de la sexualidad infantil. Según Kinsey esas prácticas parecen perfectamente naturales a los niños y tienen origen en la curiosidad, sin tener mayor significación. Sólo cuando los padres y los educadores les enseñan que lo relativo a los órganos sexuales es sucio y está prohibido, comienzan los niños a experimentar un secreto placer en tocar “el fruto prohibido”. Por ello hemos de subrayar nuevamente la importancia de la educación sexual, ya no sólo dirigida a los niños y jóvenes, sino particularmente a los adultos, quienes tendrán la enorme responsabilidad de guiar a sus hijos a través del mundo dotados de un cuerpo que quizá ellos tampoco comprenden completamente.


*Es escritor, asesor sobre sexualidad en la Librería El Armario Abierto de la Cd. de México y autor de los libros Guía de Exploración Erótica y Técnicas de Sexualidad Aplicada.

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