miércoles, 19 de agosto de 2015

La virginidad: ese tabú desastroso

Por: Dra. Anabel Ochoa
Este tema es una lacra para la mujer: sólo trae desgracias, injusticias, dolor y prejuicios sobre su persona. La palabra “tabú” es de origen polinesio y significa: sagrado, prohibido, lo que no se debe tocar ni mencionar. En caso de hacerlo, te arriesgas a una maldición o un castigo sobrenatural por este sentido mágico religioso. Aunque ahora exista un pensamiento científico, de la culpa nadie te libra por rémoras del pasado mitológico. Sin duda nadie habla de la virginidad de los hombres, como si no existiera; y de hecho no hay ninguna prueba física para saber si el varón es “quinto” o “desquintado”; hay que basarse en su palabra al respecto. Frente a ello resulta que la mujer tiene una membrana dentro de su vagina que se rompe —teóricamente— después de que alguien la penetre. Basándose en este dato, la teoría machista que ha gobernado el mundo exige a las damas el sello de garantía, como si fueran refresco irrellenable, botella de licor con precinto aduanal, o incluso como carro de agencia que se devalúa si alguien da un paseo en él. Parece “venta de garaje”, producto de segunda mano, desechable incluso olvidando que no hablamos de cosas sino de personas. No se vale.

¿Cuándo vamos a acabar con esto? 

Curiosamente la palabra “experiencia” en los humanos es un atributo en general, una virtud que se puntúa socialmente, nunca un defecto. En cualquier oferta de trabajo verás que se valora la experiencia del sujeto, y también sirve como argumento para demostrarte que alguien puede opinar de un asunto en vez de ser ignorante y novato. De manera idéntica, en la sexualidad al macho se le pide —y hasta casi se le exige— ser experto. Pero ¡ah qué risa!: todo lo contrario que a la hembra. Un hombre con experiencia sexual vale más, es un gran hombre. Paralelamente, una mujer con experiencia resulta que vale menos, que es una... (te lo dejo de tarea). Algo está mal en este asunto y merece ser revisado, ¿no crees?

La virginidad fue un tema de vital importancia disfrazado de moral, pero en el fondo —como todo lo demás— con un interés económico. Antes de que existieran los anticonceptivos, una mujer penetrada era casi lo mismo que una mujer preñada. Las bodas se concertaban no por amor, sino por interés patrimonial entre las familias para ampliar fincas o haciendas. Por tanto una esposa que no fuera virgen suponía el riesgo de que tus tierras las heredara un bastardo del vecino y, consecuentemente, el comprador exigía garantías en el producto en el que invertía. Existían certificaciones tremendas que resultarían humillantes hoy en día, aunque persisten en la ideología por desgracia. Era frecuente que en la noche de bodas, y en plena fiesta, la pareja tuviera que sacar la sábana al balcón manchada de sangre para demostrar la virginidad de ella y que todos aplaudieran que no le habían dado “gato por liebre” al marido; respecto a él, nadie preguntaba, todo lo contrario. Pero no nos engañemos, porque “quien hizo la ley hizo la trampa”, y desde siempre las madres enseñaban a sus hijas a esconder higaditos de pollo en la mano en esa velada para teñir la cama si ya venían “estrenadas”.

Es injusto e inhumano valorar a la mujer como una res de tu finca, exigirle ser tonta e inexperta para que no te compare ni te sientas engañado en esta pretensión ilusoria. Todos mienten, todos pierden, nadie gana. Tal vez lo más grave es que la propia mujer lo crea y llegue a frases tan patéticas como: “ya no sirvo”, que o bien lo pensó ella por su aculturización o se lo dijo su madre.


¿Ya no sirve? ¿Para qué no sirve? ¿Y a quién no le sirve? ¡Respeto y menos idiotez, por favor! Tal vez por esta causa se da lo que en francés se llama demivierge (semivirgen), que define a la chava que ha experimentado masturbación, caricias y frotes con el novio, sexo oral e incluso anal pero conservando la membrana vaginal del himen para pasar por “decente” y “pura”, hipócrita asustada que está más que desflorada si eso es lo que le importa. No es culpa de ella sino del siniestro tabú de la virginidad que se le impone. De cualquier modo y trasladados al presente, persisten muchos mitos frente a esta membrana inútil del “virgo” que no deja de ser un resto embrionario de la evolución sin ningún sentido saludable, ni físico ni psicológico hoy en día. Lo primero: hay que saber que no todas las mujeres sangran la primera vez, sólo una de cada tres. Esta membrana del himen en algunas es casi una telita de araña que se rompe con un soplo; en el otro extremo las hay que la tienen dura como porcelana e incluso hay que recurrir a la cirugía para retirarla. En unas estará llena de vasos sanguíneos y tendrá hemorragia copiosa; pero en otras es seca y no produce derrame alguno. A veces se rasgará parcialmente en el primer encuentro y volverá a sangrar en los sucesivos hasta desprenderse por completo. Habrá mujeres que perdieron este tejido sin darse cuenta, simplemente por hacer ejercicio, por practicar danza, por montar a caballo, por una caída. Resulta ridícula, inhumana e improcedente la pretensión machista de que “me demuestres la garantía”. En una relación de iguales basta con la palabra, lo mismo que para creer al varón, ¿o de qué se trata? 

Muchas veces el hombre de manera automática —por herencia malcriada y sin pensarlo a fondo— exige ser “el  primero”; si lo meditas es mucho más interesante ser “el último”, el mejor de todos los mundos por conocer y conocidos, y desde luego sin cuernos. Ésta es otra reflexión que te dejo y te la paso al costo.

Fuente:
Libro:     "Mitos y realidades del sexo joven"
Autor:     Dra. Anabel Ochoa.

Nota adicional: El himen es una membrana delgada y frágil de tejido incompleto que se encuentra en el límite respectivo de unión del conducto vaginal y la vulva. Actualmente se esté renombrando  como "corona vaginal"

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