Por: Dra. Anabel Ochoa
Este tema
es una lacra para la mujer: sólo trae desgracias, injusticias, dolor y
prejuicios sobre su persona. La palabra “tabú” es de origen polinesio y
significa: sagrado, prohibido, lo que no se debe tocar ni mencionar. En caso de
hacerlo, te arriesgas a una maldición o un castigo sobrenatural por este
sentido mágico religioso. Aunque ahora exista un pensamiento científico, de la
culpa nadie te libra por rémoras del pasado mitológico. Sin duda nadie habla de
la virginidad de los hombres, como si no existiera; y de hecho no hay ninguna
prueba física para saber si el varón es “quinto” o “desquintado”; hay que
basarse en su palabra al respecto. Frente a ello resulta que la mujer tiene una
membrana dentro de su vagina que se rompe —teóricamente— después de que alguien
la penetre. Basándose en este dato, la teoría machista que ha gobernado el
mundo exige a las damas el sello de garantía, como si fueran refresco
irrellenable, botella de licor con precinto aduanal, o incluso como carro de
agencia que se devalúa si alguien da un paseo en él. Parece “venta de garaje”, producto
de segunda mano, desechable incluso olvidando que no hablamos de cosas sino de
personas. No se vale.
¿Cuándo
vamos a acabar con esto?
Curiosamente la palabra “experiencia” en los humanos es
un atributo en general, una virtud que se puntúa socialmente, nunca un defecto.
En cualquier oferta de trabajo verás que se valora la experiencia del sujeto, y
también sirve como argumento para demostrarte que alguien puede opinar de un
asunto en vez de ser ignorante y novato. De manera idéntica, en la sexualidad
al macho se le pide —y hasta casi se le exige— ser experto. Pero ¡ah qué risa!:
todo lo contrario que a la hembra. Un hombre con experiencia sexual vale más,
es un gran hombre. Paralelamente, una mujer con experiencia resulta que vale menos,
que es una... (te lo dejo de tarea). Algo está mal en este asunto y merece ser
revisado, ¿no crees?
La
virginidad fue un tema de vital importancia disfrazado de moral, pero en el
fondo —como todo lo demás— con un interés económico. Antes de que existieran los
anticonceptivos, una mujer penetrada era casi lo mismo que una mujer preñada.
Las bodas se concertaban no por amor, sino por interés patrimonial entre las familias
para ampliar fincas o haciendas. Por tanto una esposa que no fuera virgen
suponía el riesgo de que tus tierras las heredara un bastardo del vecino y,
consecuentemente, el comprador exigía garantías en el producto en el que
invertía. Existían certificaciones tremendas que resultarían humillantes hoy en
día, aunque persisten en la ideología por desgracia. Era frecuente que en la
noche de bodas, y en plena fiesta, la pareja tuviera que sacar la sábana al
balcón manchada de sangre para demostrar la virginidad de ella y que todos
aplaudieran que no le habían dado “gato por liebre” al marido; respecto a él,
nadie preguntaba, todo lo contrario. Pero no nos engañemos, porque “quien hizo
la ley hizo la trampa”, y desde siempre las madres enseñaban a sus hijas a
esconder higaditos de pollo en la mano en esa velada para teñir la cama si ya
venían “estrenadas”.
Es
injusto e inhumano valorar a la mujer como una res de tu finca, exigirle ser
tonta e inexperta para que no te compare ni te sientas engañado en esta
pretensión ilusoria. Todos mienten, todos pierden, nadie gana. Tal vez lo más
grave es que la propia mujer lo crea y llegue a frases tan patéticas como: “ya
no sirvo”, que o bien lo pensó ella por su aculturización o se lo dijo su
madre.
¿Ya no
sirve? ¿Para qué no sirve? ¿Y a quién no le sirve? ¡Respeto y menos idiotez,
por favor! Tal vez por esta causa se da lo que en francés se llama demivierge (semivirgen), que define a la
chava que ha experimentado masturbación, caricias y frotes con el novio, sexo
oral e incluso anal pero conservando la membrana vaginal del himen para pasar
por “decente” y “pura”, hipócrita asustada que está más que desflorada si eso
es lo que le importa. No es culpa de ella sino del siniestro tabú de la
virginidad que se le impone. De cualquier modo y trasladados al presente,
persisten muchos mitos frente a esta membrana inútil del “virgo” que no deja de
ser un resto embrionario de la evolución sin ningún sentido saludable, ni
físico ni psicológico hoy en día. Lo primero: hay que saber que no todas las
mujeres sangran la primera vez, sólo una de cada tres. Esta membrana del himen
en algunas es casi una telita de araña que se rompe con un soplo; en el otro
extremo las hay que la tienen dura como porcelana e incluso hay que recurrir a
la cirugía para retirarla. En unas estará llena de vasos sanguíneos y tendrá
hemorragia copiosa; pero en otras es seca y no produce derrame alguno. A veces
se rasgará parcialmente en el primer encuentro y volverá a sangrar en los
sucesivos hasta desprenderse por completo. Habrá mujeres que perdieron este
tejido sin darse cuenta, simplemente por hacer ejercicio, por practicar danza, por
montar a caballo, por una caída. Resulta ridícula, inhumana e improcedente la
pretensión machista de que “me demuestres la garantía”. En una relación de
iguales basta con la palabra, lo mismo que para creer al varón, ¿o de qué se
trata?
Muchas veces el hombre de manera automática —por herencia malcriada y
sin pensarlo a fondo— exige ser “el primero”; si lo meditas es mucho más
interesante ser “el último”, el mejor de todos los mundos por conocer y
conocidos, y desde luego sin cuernos. Ésta es otra reflexión que te dejo y te
la paso al costo.
Fuente:
Libro: "Mitos y realidades del sexo joven"
Autor: Dra. Anabel Ochoa.
Nota adicional: El himen es una membrana delgada y frágil de tejido incompleto que se encuentra en el límite respectivo de unión del conducto vaginal y la vulva. Actualmente se esté renombrando como "corona vaginal"
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