jueves, 20 de agosto de 2015

Los roles del ser humano: Actores de nosotros mismos

Por: Dra. Anabel Ochoa.
Hombres y mujeres, sin duda, somos diferentes biológicamente. Nadie pretende lo contrario, ni siquiera las feministas más luchadoras; no te engañes al respecto. ¡Pero ojo con este asunto! Resulta que la condición de ciudadano concede igualdad de derechos a hombres y mujeres: todos votan, todos deciden aparentemente el destino social del grupo humano. Sin embargo en la vida cotidiana no es así. Somos herederos del machismo y de un mundo que no es éste, a falta de revisión actualizada para adecuarse a los tiempos que corren, como si fuéramos perezosos para adaptarnos a los cambios. Aunque la ley mejore gracias a nuestra inteligencia, resulta que en los usos y costumbres continuamos atávicos. Seguimos pensando que el nacer mujer define una serie de actividades sociales por naturaleza inamovibles, y el nacer hombre otras muy distintas y específicas. Lo aceptamos sin revisarlo, como tontos frente a este panorama del presente. Sólo los jóvenes pueden hacerlo, sensatos y consecuentes, porque no están aún maleados por las circunstancias. Veamos...

Ser mujer hace años —no tantos, antes de los anticonceptivos—suponía estar preñada todo el tiempo, con un niño en la panza y otro en el pecho. Evidentemente ella no podía ocuparse de esto y del sustento. El hombre, libre de preñeces, traía el alimento. Al depender de él la supervivencia se convirtió en dueño de todo: el matrimonio era un patrimonio. Los mundos para habitar en la pareja se partieron en dos a la manera  esquizofrénica.

La mujer cultivó el “mundo interior” permanente y a la espera que transcurría en la cocina, la cama, la crianza de los hijos, la casa, la continuidad de lo fijo, ajeno a lo que ocurriese afuera. El hombre, a cambio, se especializó en el “mundo exterior”: el trabajo remunerado en otra parte, las relaciones ajenas y laborales, el acontecer social, los conflictos y tratados, lo que varía y depende de los demás. Ella, aturdida en su mundo limitado de consumo interior y aspiración al bienestar, pedía más; y él cada vez salía más para lograrlo. Ella envejecía en el pedir y en el criar, y él cansado no tardaba en encontrar una mano amiga que lo valorara aparentemente de otra manera: “la casa chica”. Hasta que ésta otra tenía hijos y volvía a ser igual, o peor para el macho que sostenía todo y sin que nadie lo quisiera, y así sucesivamente, eternamente, sin lograr un lugar verdadero ni él, ni ella, ni nadie.

Toda injusticia trae de la mano otra para defenderse. Así la mujer desarrolló la “coquetería” como una forma de poder. Según Weininger:

Su esencia radica en hacer creer al hombre que la conquista de la mujer está cumplida, y lo incita a la conquista por contraste con la realidad. Todo un desafío que finalmente juega a que el hombre jamás sea capaz de lograr su objeto.
¿Hasta cuándo seguir disimulando? Mujer y niños con prioridad a salvarse hasta en los barcos, como tarados débiles; los varones tenían que ser en cambio fuertes aún sin ganas. Pero ya pasó amigos, ya no es así, y resulta obsoleto y delirante manejar las cosas con semejantes criterios.
Ser mujer supone tener un útero que se está reproduciendo ahora en México exactamente sólo 2.4 veces en su vida media estadística, con lo cual las cosas cambian.

Ser mujer no supone biológicamente tener pegado un sartén, una escoba, un trapo o una olla; el cerebro femenino —a pesar del útero— no es una zona damnificada que impida seguir pensando las cosas. Por lo mismo, queridos varones, ser hombre no implica actuar obligadamente fuerte, infalible, robusto o no llorar jamás, ni tener que ganar dinero para ser querido porque sin un cheque no te mira nadie. Tenemos cosas que aportar desde ambos lados y nos estamos perdiendo en leyendas caducas de gente que ya no somos.
No es fácil el reto de repensar los acontecimientos. De pronto la flojera de seguir a los ancestros resulta más cómoda y perpetuamos el desatino. Desde chiquitos los roles de hombre o mujer nos impregnan sin remedio. La cuna vestida de azul o rosa. A la niña le compran muñecas para jugar a las mamás, aprendizaje de un supuesto único destino; los más sofisticados bebés de plástico lloran, comen, babean y hasta se orinan. Como alternativa de la hembra infantil están las Barbies, de cintura imposible y pechos tremendos, capaces de vestirse con mil trajes; a manera de modelo sólo instan a buscar un rico que pague las cuentas, y su lisa entrepierna niega lo femenino instando a operarse el busto. Pero para los infantes varones no está mejor la cosa: luchas, armas, palos y pistolas, guerreros, competición, violencia como atributo masculino, brutalidad y alejamiento de la sensibilidad para ser un macho sin sufrir la vergüenza de mostrarse mínimamente débil. Aun hoy en día muchos de los colegios mixtos destinan 90% del patio de recreo al futbol masculino; apenas un 10% restante lo emplean las niñas en ser cursis con sus cocinitas o sus muñecos.

El deporte es para ellos; ellas son porristas, coristas, ficheras del verdadero cliente que compite en las pistas. Así están las cosas. ¿Así queremos que cambie el mundo? Debería darnos vergüenza. Todas las investigaciones científicas demuestran que hombres y mujeres poseemos un cerebro repleto tanto de lo llamado “masculino” como de lo “femenino”, que somos más capaces y más completos, más hábiles y maleables de lo que creemos ser, que es lo social lo que limita nuestro desempeño y nos constriñe sólo a determinadas cosas a la hora de actuar. Se sabe que los hombres que logran desarrollar su parte “femenina” (ternura, atención del cachorro, cuidado del mundo interior, sensibilidad, etc.) son más inteligentes globalmente, más válidos, más evolucionados, más capaces de ser supervivientes frente a cualquier caos que se avecine, mucho más cualificados que aquellos que se limitan a la estrategia del rol de macho sin dejar permear su cerebro de otras cosas ajenas a su cultura limitada. Lo mismo las mujeres: las emprendedoras, las hábiles, las suficientes, las activas en el mundo exterior, las no amedrentadas, parece ser que pervivirán. El resto de ambos géneros se extingue, no habrá lugar de aquí en adelante. Hay toda una parte fuerte, autosuficiente, gestora, operante, interventora en el mundo exterior muy interesante para lo femenino.

De igual manera, existe toda una parte sensible, paterno-materna y tierna hacia sus cachorros, íntima para el hogar, también sublime y débil —por qué no— en lo masculino que no debería perderse. Él puede fallar en la caza del animal inexistente y buscar un refugio entre las faldas de una compañera que camina a su lado, codo con codo, en esta aventura del estar juntos. Ahora es distinto.


Ahora no te pueden rotular en tus quehaceres por ser hombre o mujer. El desempeño afectivo y social no es genético, es cultural y por tanto tú decides. Ahora, por primera vez, eres libre de inventar un mundo en el que te desarrolles como un ser completo: cocinando, ganando dinero, cambiando pañales, dirigiendo, limpiando, aportando éxito y suministro, tendiendo sábanas cálidas, luchando afuera y cultivando dentro. No te límites, seas hombre o mujer, no hay por qué perderse de nada.

Fuente:
Libro:      "Mitos y realidades del sexo joven"
Autor:      Dra. Anabel Ochoa

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