Por: Dra. Anabel Ochoa
Nos
asustamos de los extremistas islámicos que crían separados a los hijos como
machos y hembras sin jamás mezclarse entre ambas “especies”, como si fueran
animales incompatibles, peligrosos entre sí desde la infancia.
Jugamos
entonces para ser modernos y civilizados a los colegios mixtos, a la vida
compartida en la casa, a los hermanos y hermanas bajo el mismo techo. Pero no
es cierto este progreso.
Nacer
varón, en una sociedad machista, parece otorgar un don carismático avalado por
los dioses. Nacer hembra, por el contrario, acarrea otra existencia que parece
alejarse de lo humano y sus privilegios. Pero al crecer, la propia familia que
te educó en la segregación y la desigualdad, esa misma, pretende que formes una
pareja equilibrada y te dan mensajes erróneos, abyectos, mitos anticientíficos
que se disfrazan de valores siendo contravalores. Te hacen creer que una hembra
odia el sexo, que es algo que pretenden ellos y de lo que tienes que
defenderte, que eres débil y necesitas un protector que sustituya al padre, un
apellido a la manera gringa —aunque no sea legal se hace aquí por costumbre al
casarse—, que tu único universo sea el mundo interior: la casa, la comida, la
ropa sucia, los hijos.
Paralelamente, al ser varón confías en que por
naturaleza —como decíamos antes— tienes que ser proveedor, fuerte, protector, no
fallar nunca, y ser insensible si hace falta con tal de procurar una buena casa
y traer comida a la prole.
Con estos
presupuestos el hombre y la mujer no se encuentran como iguales al conocerse.
Aunque se enamoren por la hormona están convencidos de desear a una alienígena
que jamás será compatible con su espíritu, con su pensamiento, con su alma, con
su forma de hacer o con sus sentimientos. Por tanto, aunque se hable de pareja,
nada es par, nada es parejo; todo se inscribe en el prejuicio de una diferencia
insalvable culturalmente, de una suerte de bestialismo en el que osas mezclarte
con un bicho de otra especie, como si ambos no pertenecieran a lo humano. La
primitiva vocación de ser complementarios se disuelve en la convicción de
diferencia, no anatómica sino incluso
cerebral. No faltan teorías que tratan de demostrar que el macho usa una parte
del cerebro y la hembra otra, que ellas
son mejores para esto y ellos para lo otro, como si fuera un designio biológico
en lugar de “usos y costumbres” que entrenaron las neuronas en la destreza de
distintos campos pero que nada tienen que ver con la potencialidad de ambos y
mucho menos con el destino. No confundamos las cosas. Un hombre y una mujer son
diferentes en su anatomía reproductora, sin duda. Todo aquello que se tenga que
hacer con el pene es inaccesible para las hembras, sin discusión alguna: ella no
podrá hacerse la circuncisión, ni eyacular, ni orinar parada (salvo que sea una
experta, que las hay en otras culturas). Pero ¿podrá manejar un carro al no
tener tercera pierna?, ¿podrá ganarse la vida sin testículos?, ¿podrá decidir
su rumbo en ausencia de la testosterona?, ¿podrá pensar acaso, cuando falta la
próstata? Resultan tan obvias las respuestas que mejor lo dejamos como
invitación a la reflexión. De igual modo todo aquello que se elabore con el
útero, las mamas, la vagina, el clítoris o las trompas, será exclusivamente
femenino, sin duda: ¿podrá él cocinar sin tetas para agarrar la olla?, ¿cambiar
pañales?, ¿ser tierno?; ¿podrá llorar sin máscara en las pestañas?, ¿se le
permitirá fallar algunas veces a pesar del pene? Pero fuera de esto: pensar,
decidir, intervenir, evaluar, considerar, responder, planificar, ver o prever, satisfacer,
elaborar, situar y cuantos verbos más quieras añadir... nada tiene que ver con
esa diferencia biológica sino con las costumbres que adjudican a la hembra un “mundo
interior” y a los varones un “mundo exterior”.
A esta
forma de pensamiento, la ciencia —machista como prácticamente todo lo demás—
designó como “cerebro femenino” y “cerebro masculino” respectivamente. Tal
separación injustificada de la potencia neuronal limita a ambos y los convierte en parciales y
tarados. Hay experimentos científicos suficientes que demuestran que un hombre
sensible y maternal es superior como sujeto en su especie a uno frío y
proveedor; de manera idéntica, una mujer decidida y activa es evolutivamente
superior a una sumisa y dependiente. No tiene por qué haber tales abismos entre
él y ella, no hay justificación biológica sino culturalmente caprichosa y
convenenciera.
No hay
guerra salvo imaginaria. Un hombre y una mujer pueden ser pareja, pero también "cuates", cómplices, compañeros de ruta, aliados, colegas. No entender esto y
morder el anzuelo de mundos separados masculinos y femeninos es ir en contra de
nosotros mismos y condenarnos a la extinción por obsoletos. Todos podemos ser
más, y a cuenta de cuatro cuentos inoperantes nos limitamos en ambos sexos, en
todas las orientaciones, en todos los prejuicios de género y en todas las
etiquetas de hombre, mujer, gay, transexual, lesbiana y transgénero. No te
dejes, hay más sin rótulos, mucho más en lo humano sin prejuicios.
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